
Esa tarde conducía su flamante Porsche por una carretera del Estado de California, la 466, cuando en el cruce con la 41 un Ford se atravesó en el camino y se estrelló contra él. Su último gesto fue levantar instintivamente las manos para no encontrarse cara a cara con la muerte. Quedó tirado entre los asientos de su descapotable y por algunos instantes alcanzó a mirar al cielo.
La muerte, porfiada, lo andaba buscando hacía rato. Ese mismo día, unos pocos kilómetros antes del cruce con la 41, otro automóvil estuvo a punto de embestirlo pero, en el último momento, había logrado esquivarlo. Suspiró aliviado pensando que tenía suerte, que estuvo a punto de morir pero que milagrosamente se había salvado, que el sol de la tarde era delicioso, que no faltaba tanto para llegar a su destino.

Antes, con sólo tres películas -“Al este del paraíso”, “Rebelde sin causa” y “Gigante”- se había convertido en un símbolo. En una época que comenzaba a sacudirse de las ataduras de la guerra fría, los jóvenes, junto con James Dean, comenzaron a existir, a reclamar su lugar en el mundo y a rebelarse contra un país inmovilizado por los miedos y el conformismo.
Lejos de los personajes duros y de gatillo fácil de la época –John Wayne, Gary Cooper y otros- el Jim Stark de Dean en “Rebelde sin causa” expresaba muchas características del actor. Era tímido y vulnerable, pero tenía el coraje y la fuerza para ser auténtico y no adaptarse a una sociedad prejuiciosa que discriminaba a los jóvenes.
La intuición que le brotaba del alma para construir personajes también le había revelado algunos secretos: “tengo la sensación de que hay algunas cosas en esta vida que simplemente no pueden evitarse, porque atraemos nuestro propio destino. Quiero sentir las cosas, experimentar al máximo y disfrutar lo bueno de la vida mientras dure”.
Cierto, la muerte lo andaba rondando, pero James Dean no murió de olvido.