
También se me viene a la memoria el guión que envió a George Harrison para convencerlo de que actuara en otra de sus películas. Harrison lo recibe, conversan y acepta, siempre y cuando se elimine el primer plano del ano porque no estaba dispuesto a ser filmado de esa manera, pero el caballero ya entonces era porfiado y le dijo que un artista no transa y al final la actuación no se concretó. (No se mueve mal, para "King Shot", su próxima película, Marilyn Mason y Nick Nolte, ambos son sus amigos, ya han puesto plata de sus bolsillos.) Y desfilaban por mi cabeza Moebius, Marcel Marceau, Duna, México, el Cabaret Místico y el Tarot cuando Jodorowsky, que continúa flotando ante la puerta del cité, de pronto se gira y me dice, sí, aquí es.
Entramos y nos detenemos frente a la segunda puerta de la izquierda. Me vuelve a mirar y me interroga con esos ojos que están y que no están, que van y vuelven, y yo, démosle, le digo con la mirada.
Jodorowsky toca el timbre mientras me doy vuelta y con una levantada de cejas interrogo a Valenzuela y a Puerto, quienes asienten casi imperceptiblemente con el aire gansteril de profesionales con oficio: corre cámara, corre sonido.
Un par de horas antes le había dicho que siguiendo sus instrucciones habíamos encontrado el lugar donde vivió a los siete años cuando sus padres se trasladaron de Iquique a Santiago.

Jodorowsky la mira sonriente, le explica que él vivió allí hace 60 años, que quiere entrar a ver de nuevo su casa, que anda con unos amigos, que si nos da permiso, y a la cabecita canosa le gusta la idea y comenzamos el recorrido. En cada habitación parecen escuharse los susurros de viejas emociones y surgen los recuerdos y sus ojos vuelven a emprender el vuelo y en su mirada cabe el universo entero. Tenía razón Baudelaire, la patria es la infancia.
Al final llegamos a su pieza de niño y dice, mira Góngora, en esta pared hice un inmenso elefante de mocos, con mis mocos, me demoré meses, pero al final lo parí.
Retrocede para contemplar la pared vacía, pensando que el elefante tuvo que irse cuando él se cambió de casa y entonces me doy cuenta que lo extraña y lo imagina en una selva lejana rodeado de elefantitos que chapotean en el agua salpicando a Jodorowsky que ahora los observa desde la orilla, mientras el elefante, desde la pared, contempla al niño que resfrío a resfrío, moco a moco, le está dando vida.
El elefante y Jodorowsky se sueñan y se encuentran, y la cabecita canosa con ojos de cielo que nos mira desde cerca duda si nos imagina o nos sueña, y todos los que estamos allí sentimos, al menos por un instante, que no hay una frontera rígida que separe al pasado y al presente, a la ficción y a la realidad, a la imaginación y a los recuerdos.
