
Intenta moverse, no puede, se desespera. El grito del sueño viaja por el cuerpo, irrumpe en la habitación, remece los vidrios y lo despierta. Enciende la lámpara que está en el velador y aparece el rostro de la mujer en el retrato.
Se alza de la cama, abre la puerta, recorre el pasillo arrastrando las pantuflas, llega al baño, se acerca al espejo quebrado y contempla al otro que está frente a él, que también acaba de llegar. No lo reconoce. Las grietas del espejo se le han adherido al rostro.
El del espejo también lo está observando, los ojos del recién llegado se le han incrustado en sus frías cuencas de vidrio trizado.
Desde ambos lados del espejo se miran en silencio. La llave del lavatorio gotea.
Se escudriñan, ninguno de los dos sabe quien es el otro. Sus miradas extraviadas se interrogan mutuamente buscando en el otro algún indicio, un gesto, cualquier cosa que les permita adivinar quienes son.
El que se mira al espejo se gira, se devuelve por el pasillo arrastrando las pantuflas, entra a la habitación, cierra la puerta, se tira sobre la cama. Al rato se duerme.
El otro ha observado como se aleja. Imagina que ahora está recostándose sobre la cama y que luego se dormirá. Se queda solo, mirando el pasillo vacío, la puerta cerrada, las grietas del espejo quebrado. Sólo se escuchan las gotas cayendo en el lavatorio. Gira, camina hacia su habitación, cierra la puerta, se tira sobre la cama, se duerme.
Desde el sueño escucha el grito del otro, la puerta que se abre, las pantuflas que se arrastran por el pasillo hasta detenerse frente al espejo quebrado, la llave que gotea. Decide que esta vez no irá.
En la penumbra, si un voyeurista oculto en un rincón de la habitación observara, podría ver el rostro de la mujer del retrato.
Se alza de la cama, abre la puerta, recorre el pasillo arrastrando las pantuflas, llega al baño, se acerca al espejo quebrado y contempla al otro que está frente a él, que también acaba de llegar. No lo reconoce. Las grietas del espejo se le han adherido al rostro.
El del espejo también lo está observando, los ojos del recién llegado se le han incrustado en sus frías cuencas de vidrio trizado.
Desde ambos lados del espejo se miran en silencio. La llave del lavatorio gotea.
Se escudriñan, ninguno de los dos sabe quien es el otro. Sus miradas extraviadas se interrogan mutuamente buscando en el otro algún indicio, un gesto, cualquier cosa que les permita adivinar quienes son.
El que se mira al espejo se gira, se devuelve por el pasillo arrastrando las pantuflas, entra a la habitación, cierra la puerta, se tira sobre la cama. Al rato se duerme.
El otro ha observado como se aleja. Imagina que ahora está recostándose sobre la cama y que luego se dormirá. Se queda solo, mirando el pasillo vacío, la puerta cerrada, las grietas del espejo quebrado. Sólo se escuchan las gotas cayendo en el lavatorio. Gira, camina hacia su habitación, cierra la puerta, se tira sobre la cama, se duerme.
Desde el sueño escucha el grito del otro, la puerta que se abre, las pantuflas que se arrastran por el pasillo hasta detenerse frente al espejo quebrado, la llave que gotea. Decide que esta vez no irá.
En la penumbra, si un voyeurista oculto en un rincón de la habitación observara, podría ver el rostro de la mujer del retrato.

( La obra visual es de José Gómez Fresquet (Frémez), artista cubano, y pensé que podría ser la mujer que imaginé durante la escritura del relato.)