miércoles, noviembre 21, 2007

RETRATO EN MOVIMIENTO

De pronto los ojos se abren y en un instante caigo del cielo, me asomo desde el infierno o soy expulsado del paraíso y aterrizo bruscamente en la cama. Un segundo para darse cuenta que estaba soñando, otro segundo para retener y luego encender la luz y anotar, anotar, anotar. La primera impresión es clave, algunas imágenes todavía están ahí, rondan por la habitación como sombras que no alcanzaron a huir de mi vigilia. Hay que retenerlas de inmediato, atrapar la fugacidad de lo que está a punto de desaparecer, traspasarlas al papel, evitar que se escapen.

Naoko, una de las protagonistas de "Tokio Blues", la novela de Haruki Murakami vive en una difusa frontera con el otro lado: "Cuando me siento sola hay algunas personas que me hablan desde las tinieblas. Igual que los arboles mecidos por el viento susurran en la noche ...".


Los sueños vienen de lejos, o de muy cerca, pero del otro lado, donde lo oscuro y lo luminoso se mezclan para susurrarnos como los árboles en la noche y decirnos que los otros que fuimos aún están allí, algo huérfanos, pero deseando ser vistos, recordados y reconocidos, intentanto convencernos de que somos uno solo viajando por el tiempo.


Aparte de explorar libros, películas y fotografías también revisito sueños -los nocturnos, los verdaderos- y me dedico a vagabundear entre ellos para ver con qué me encuentro. Durante mucho tiempo tuve las ganas, y la disciplina, para anotar mis sueños como una manera de hurguetear en mi inconsciente, de enterarme de cosas acerca de mí que ignoro o que quizá ya olvidé.

Después de anotar todo lo que se pudo, cierro los ojos y me hago el dormido para sorprender a algún trozo perdido de otro mundo que quizá me puede conectar con esa vida paralela que vivimos por las noches y que nos regala tesoros, claves, pistas de algo que sucedió o la intuición de lo que está por ocurrir.



Llegué a tener notas de centenares de sueños que recorrían las imágenes nocturnas de varios años. Leerlos después de un tiempo me producía la sorpresa de encontrarme con los fragmentos de un retrato, sintiendo el mismo estupor que provoca asomarse al pasado a través de una fotografía de hace muchos años: ese gesto al sonreír, el cuerpo de entonces, el largo del pelo, la ropa que alguna vez usé y que era la puesta en escena del que fui. ¿Ese era yo?

Vuelvo a explorar ese crepúsculo que enfurece al mar, la araña inmensa bajando por la cordillera, la imagen de mis padres, la casa derritiéndose, el caballo que se convierte en un niño que es mi hijo, la mañana gloriosa en que camino sobre el mar, el toro mordiéndome la mano, el galope orgásmico, el jardín donde están ellas, todas ellas, mientras yo me paseo invisible, espiando cada uno de sus gestos.


Revisitar cada sueño me produce el placer de mirar una especie de cortometraje del cual soy el único autor y el solitario espectador.


La inmersión arroja luces, aparecen intuiciones, un personaje se asoma desde las penumbras. Reúno los fragmentos e intento reconocerme. Descubro tendencias, sueños que se repiten, que vuelven una y otra vez aunque con pequeñas variantes, agregando matices que configuran un retrato en movimiento.