jueves, febrero 26, 2009

Libros conversando en la oscuridad (del Kindle2 y otras cosas)

El crepúsculo continúa su viaje hacia la noche y buscando otros fuegos me refugio en la biblioteca. Allí convivo con centenares de libros que se resisten al orden y que entran en pánico y se esconden cuando ven que me aproximo con cara de querer ordenarlos. Entonces se transforman en un montón de historias con histeria recordando a Borges cuando decía que ordenar la biblioteca es, en el fondo, una manera de hacer crítica literaria.


Tienen razón, porque las pocas veces que hago orden actúo sin piedad. Los que importan acá, cerca y a la vista, los que ya leí y me interesaron, en los estantes de arriba, no tan lejos por si vuelvo a enamorarme y estos otros, mediocres, se van a los estantes de abajo, a llenarse de polvo y olvido, o se regalan. Pero, intento no hacer un orden perfecto porque cuando busco un libro sin saber exactamente donde está disfruto el placer de viajar por los estantes explorando mundos y me voy encontrando con viejos amores o descubro amores posibles que aún no he leído.

Mis libros son locuaces y mienten sin pudor. En los momentos más íntimos conversan de un estante a otro y en ciertas ocasiones se confiesan. Son unas fieras cuando critican, a menudo tienen el mal gusto de citarse a sí mismos y cuando la hipocresía les parece conveniente no dudan en sobarse el lomo.

Odian los blogs por chantas e improvisados. De televisión prefieren no hablar (menos mal).

Y por estos días les vienen ataques convulsivos por la aparición del Kindle2, ese artefacto digital horrible, frío, gris, sin olor y más encima fanfarrón (“Que se precia y hace alarde de lo que no es”), y entonces se cuelgan del cronista español del diario El País José Antonio Millán para decir que “no se trata sólo de leer… la cosa va de hojearlos, comprarlos, exhibirlos, coleccionarlos, prestarlos, a veces recuperarlos y olerlos…”

Al llegar la oscuridad, cansados ya de tanta paranoia, se instala en ellos la melancolía. Murmuran historias terribles de los tiempos en que fueron quemados en plena calle y recriminan sin piedad al Libro Blanco, que es casi el único que por esos años se salvó.

Luego comentan con estupor el gesto del poeta Luis Omar Cáceres que por los años treinta, indignado por las erratas de su primer y único libro publicado, quemó en el jardín de su casa todos los ejemplares que logró recuperar.

Desde la segunda fila del estante que está al lado de la ventana Fahrenheit 451 dice, orguloso, que en sus páginas se denuncia a una sociedad en la que los bomberos queman libros para evitar que las personas puedan pensar por sí mismas. La estantería completa se queda en silencio. Así es que el tal Cáceres, continúa Farenheit 451, aunque haya dicho que “cuando nada se espera de la vida, algo debe esperarse de la muerte”, no tiene perdón, y lo que tendría que haber hecho es darle duro al editor porque errar demasiado no es humano.

No es para tanto, afirma displicente Juana de Arco desde el estante superior lo que desata nuevamente una trifulca, los insultos van y vienen, la batalla se generaliza y, como siempre, todos aprovechan la oportunidad para darle duro al Diccionario acusándolo de glotón y arrogante, de prepotente y autoritario. Mientras tanto, la Enciclopedia mira para el techo tratando de pasar piola.
Más tarde, para no aburrirse, matan las horas fusilando traductores, descuerando prologuistas y denunciando a los apócrifos mientras, recostado en el sillón, simulo dormir y me entero de chismes, pelambres y traiciones.