viernes, noviembre 27, 2009

Historias del teatro

En una gira por Antofagasta a fines de la década de los 20 al famoso actor chileno Alejandro Flores “una joven espectadora le envió una encendida carta donde le declaraba su amor y prometía suicidarse si es que en la función nocturna Flores no miraba hacia el balcón, donde estaría ella.” La anécdota está narrada por Juan Andrés Piña, periodista y crítico teatral, en su reciente libro “Historia del teatro en Chile 1890- 1940” para ilustrar la nueva relación que se establecía entre el teatro y su público, “el que sentía al actor como parte de su vida íntima y parental…”.


Años antes en EEUU habían aparecido Mary Pickford, Theda Bara (“la vampiresa que bebe el alma de su amante”) Valentino, Douglas Fairbanks y tantos otros. Como anota el filósofo francés Edgar Morin en su libro “Las estrellas de cine”, el vínculo afectivo entre espectador y héroe se vuelve tan personal que teme “lo que antes exigía: la muerte del héroe.” Las estrellas diosas se humanizan, señala Morin, "y se convierten en nuevos mediadores entre el mundo fantástico de los sueños y la vida cotidiana."

(No era el caso de la señorita que le escribió a Flores: ella se mataba si es que él no la miraba, quizá pensando que sólo una mirada de él bastaba para sanarla. Ella necesita ser descubierta por su mirada, si no la mira la mata, lo que viene a ser peor que el suicidio. Con la amenaza de su muerte ella se teatraliza, crea el escenario de su muerte y se sitúa en el mismo lugar que Alejandro Flores y, traidora paradoja, Flores, angustiado por su eventual suicidio se sale del escenario y queda atrapado en el balcón. Están condenados a no encontrarse nunca.)

El libro de Piña realiza un análisis de la relación entre teatro chileno y sociedad que alcanza un vuelo notable y que logra desplegarse con acierto hacia la crónica e incorpora testimonios de personajes fundamentales de la época: Joaquín Edwards Bello, Pedro Sienna, Manuel Rojas, entre muchos otros. Es interesante el relato sobre la emergencia y la constitución de las clases medias en los años 20 y su impacto en la vida cultural, y la capacidad del teatro de aquellos años de interpretar a un Chile que experimentaba cambios profundos.

También es apasionante la parte que examina “las modalidades del montaje teatral”, que es una especie de making off de la puesta en escena y algunos oficios. Entre ellos, me resulta particularmente atractivo el apuntador. Ubicado en algún lugar estratégico para no ser visto por el público o escondido en “la concha del apuntador” a ras de piso del escenario, era como señala Piña, un rol de gran confianza, el que “susurraba los textos que se habían extraviado en la memoria del actor” para que este tuviera el pie para iniciarlo o la clave para retomar algún diálogo interrumpido.

Me imagino que este personaje siempre vivía cercano a la tragedia, al borde del abismo y en tantas ocasiones debe haber sido el héroe anónimo que, en el último instante, cuando ya casi todo estaba perdido, lograba salvar a la diva del desprestigio y a la obra del descalabro.

Lo peor de todo era que, al contrario de lo que ocurría arriba del escenario con Alejandro Flores, al apuntador nadie lo veía porque su tarea en esta vida era permanecer oculto, hablar en voz baja y hacer como que no existía para que fueran las estrellas las que se lucieran y por si todo ello fuera poco nunca recibía cartas de amor de señoritas que clamaban por ser tocadas por su mirada.

miércoles, noviembre 04, 2009

De Orlok (pasando por Drácula) a Vrolok

Relatan las crónicas que cuando Friedrich W. Murnau realizó en 1922 “Nosferatu el vampiro”, la primera adaptación de la novela de Bram Stoker , disfrazó el nombre de los personajes y el Conde pasó a llamarse Orlok.

El motivo fue muy vampiro: el director no quería pagar los derechos de autor. Pero la viuda de Stoker, la señora Florence, no aceptó la mordida y entabló demanda contra la productora. Ganó y se ordenó la destrucción del negativo y de todas las copias de la película. Pero, gracias ¿a Dios o al vampiro? la distribución ya había comenzado en todo el mundo y se salvaron varias copias. Menos mal.

Después vino Drácula, para mal, cómo no, y para bien, lo que viene a ser más raro. Mal porque ha habido versiones mediocres y vulgares; bien por las de Murnau, Fisher, Herzog y Coppola, entre otras.

Una de las más interesantes es la que realiza Terence Fisher en 1958 con el intérprete histórico del personaje, Christopher Lee, alejado del vampiro ceremonial y empaquetado que hizo Bela Lugosi en el Drácula de Tod Browning en 1931.

Terence Fisher, en 1958, opta por un vampiro muy sexual y Lee construye un personaje animal, sangriento y movido por turbios deseos, lejos de toda abstracción existencial o moral. Además el director instala lo monstruoso en medio de lo supuestamente civilizado. Según algunas interpretaciones, esto es el reflejo de una sociedad que se mira y descubre demonios que no vienen de lejos sino que están instalados en la vida cotidiana.

Sin duda el tema de Drácula pulsa una tecla que atrae moviéndose entre el deseo, el miedo y la muerte. Y el centro ritual está en la mordida del vampiro, una potente metáfora del acto sexual que se aproxima a ese misterioso territorio en que el dolor se encuentra con el placer, penetrando así en las turbulencias emocionales de distintas épocas y sociedades.

Y ahora llegó Vrolok, con mordidas que desatan fuertes pasiones, ¿qué conducen a la “petite mort” expresión con que los franceses se refieren al orgasmo sexual femenino? Ya veremos cuales son las pasiones chilenas ocultas que están a punto de aflorar.

En Hora 25 (jueves a la medianoche, como tiene que ser) junto a Diana Massis conversaremos con Francisca Imboden, una monjita que se llama Victoria (¿cuál será su victoria, me pregunto?), con Sebastián Layseca, Tadeo, el cochero de Vrolok que seguramente conoce sus secretos y con un personaje muy potente interpretado por Marcelo Alonso: un general que se llama Juan de Dios Verdugo (¿será el verdugo de Dios?). Hay que mirar.