domingo, julio 30, 2006

EL EXPLICADOR

Intenta moverse, no puede, se desespera. El grito del sueño viaja por la habitación y lo despierta. Se alza de la cama, abre la puerta, recorre el pasillo arrastrando las pantuflas, llega al baño, se acerca al espejo quebrado y contempla al otro que desde el espejo también lo observa. No se reconoce. Las grietas del espejo se le han adherido al rostro, lo desarticulan. Piensa que esa es la imagen de la locura, o de la muerte.

El Explicador soñaba con unas imágenes fantasmales que se le venían encima y lo sepultaban en un alud de voces. Más tarde, cuando por fin logró desprenderse de la angustia, se preparó para ir a realizar su trabajo en la vieja sala de cine del pueblo.

El Explicador era un tipo que en los tiempos del cine mudo se ubicaba detrás de la pantalla y provisto de un palo señalaba a los personajes e iba narrando en voz alta la historia. Cuando el cine llegó incluso hasta lugares muy recónditos muchas personas se confundían con un lenguaje tan nuevo y no siempre lograban comprender lo que ocurría con esos fantasmas silenciosos que deambulaban por la pantalla.

El viejo iba explicando las acciones y a veces le ponía de su propia cosecha con comentarios que hicieran comprensible la trama: el estupor del marido que sorprende a su esposa, la mirada cínica del amante, el drama de la protagonista enamorada de... y una serie de observaciones que lo hacían sentir más un guionista avezado que un simple explicador. El se conocía la película de memoria y los espectadores confiaban ciegamente en él.

El Explicador era feliz. Concluída la película, aparecía para recibir los aplausos, sabiendo que su voz y sus palabras quedarían para siempre ligadas a la emoción y al recuerdo de los espectadores. Él era parte de las vidas de todas esas gentes que concurrían a los destartalados galpones a maravillarse con las imágenes silenciosas que parpadeaban en la pantalla.

Pero, un día de 1927 el Explicador escuchó alarmantes rumores acerca de una película que estaba por llegar al nuevo cine del pueblo. Desde entonces ya casi no pudo dormir y sus noches se llenaron de extrañas pesadillas. Resuelto a disipar sus angustias, o enfrentar lo peor, fue a la función de estreno con un presentimiento terrible.


Escuchando a sus instintos más básicos, se refugió en la última fila para pasar desapercibido. Si lo que se decía era cierto, no quería sufrir esa derrota a la intemperie.

Cuando comenzó la proyeccción de "The Jazz Singer " vió aparecer en la pantalla a un tipo llamado Al Jolson que, dirigiéndose al público, decía: "Esto no es nada, no van a creer lo que viene después". El Explicador quedó paralizado, los fantasmas estaban hablando, su mudez había terminado.

Miró a su alrededor consternado y advirtió el brillo de fascinación en los ojos de la gente. Se derrumbó en el asiento con la mirada extraviada entre las luces y las sombras, abrumado por las voces que venían de la pantalla y los aplausos del público.

El sonido había irrumpido en su vida sepultando su voz para siempre y condenándolo al olvido. El viejo Explicador comprendió que ya no tenía nada más que decir y supo que ahora él se había transformado en un silencioso fantasma.

martes, julio 11, 2006

LIBROS CONVERSANDO EN LA OSCURIDAD

El crepúsculo continúa su viaje hacia la noche y buscando otros fuegos me refugio en la biblioteca. Allí convivo con centenares de libros que se resisten al orden y que entran en pánico y se esconden cuando ven que me aproximo con cara de querer ordenarlos. Entonces se transforman en un montón de historias con histeria recordando a Borges cuando decía que ordenar la biblioteca es, en el fondo, una manera de hacer crítica literaria.

Tienen razón, porque las pocas veces que hago orden actúo sin piedad. Los que importan acá, cerca y a la vista, los que ya leí y me interesaron, en los estantes de arriba, no tan lejos por si vuelvo a enamorarme y estos otros, mediocres, se van a los estantes de abajo, a llenarse de polvo y olvido.

Pero, intento no hacerlo muy seguido porque cuando busco un libro sin saber exactamente donde está disfruto el placer de viajar por los estantes recorriendo mundos y me voy encontrando con viejos amores o descubro amores posibles que aún no he leído.

Mis libros son locuaces y mienten sin pudor. En los momentos más íntimos conversan de un estante a otro y en ciertas ocasiones se confiesan. Son unas fieras cuando critican, a menudo tienen el mal gusto de citarse a sí mismos y cuando el cinismo les parece conveniente no dudan en sobarse el lomo.

Odian a los blogs y los tildan de chantas e improvisados, aborrecen al ipod video y se preparan para tenderle una emboscada al Zune. De TV prefieren no hablar. Al llegar la oscuridad, cansados ya de tanta paranoia, se instala en ellos la melancolía.

Murmuran historias terribles de los tiempos en que fueron quemados en plena calle y recriminan sin piedad al Libro Blanco, cuyas falsedades se convirtieron en terror y muerte.

Luego comentan con estupor el gesto del poeta Luis Omar Cáceres que por los años treinta, indignado por las erratas de su primer y único libro publicado, quemó en el jardín de su casa todos los ejemplares que logró recuperar.

Desde la segunda fila del estante que está al lado de la ventana “Fahrenheit 451” dice que en sus páginas ha tenido la valentía de denunciar a una sociedad en la que los bomberos queman libros para evitar que las personas puedan pensar por sí mismas. La estantería completa se queda en silencio. Así es que el tal Cáceres, continúa Farenheit, aunque haya dicho que “cuando nada se espera de la vida, algo debe esperarse de la muerte”, no tiene perdón porque a pesar de las erratas tenemos sentido y lo que él tendría que haber hecho es darle duro al editor.

No es para tanto, afirma displicente “Juana de Arco” desde el estante superior lo que desata nuevamente una trifulca, los insultos van y vienen, la batalla se generaliza y, como siempre, todos aprovechan la oportunidad para darle duro al Diccionario acusándolo de glotón y arrogante, de prepotente y autoritario. Mientras tanto, la Enciclopedia mira para el techo tratando de pasar piola.

Más tarde, para no aburrirse, matan las horas fusilando traductores, descuerando prologuistas y denunciando a los apócrifos mientras, recostado en el sillón, simulo dormir y me entero de chismes, pelambres y traiciones.