martes, noviembre 16, 2010

La vida frente a la pantalla

El mundo gira rápido, parece que todo es olvidable, la tele mucho más, y cada día nos sumergimos en un vendaval de imágenes en el que todo lo que vemos parece tener la misma importancia y por eso nada es relevante y las cosas se complican aún más cuando la ficción y la realidad se comienzan a confundir.



Entonces recordé la película “The Truman show” (1998), protagonizada por Jim Carrey, dirigida por Peter Weir con guión (todavía no me acostumbro a eliminar el acento) de Andrew Niccol. Truman Burbank lleva 10.909 días en un set de televisión. Nació allí frente a una audiencia en vivo, luego de que por primera vez una empresa ha adoptado a un ser humano -por ahora son contratados- para someterlo a la experiencia de vivir en un reality. El protagonista no tiene historia propia, salvo la que Christof, que así se llama el engrupido director del programa, le ha diseñado hasta en sus más mínimos detalles. Sus amigos y vecinos, incluso su novia, son extras cuya función es simular lo que no son. Simular: “representar algo, fingiendo o imitando lo que no es.”

Todo marcha según el guión hasta que un día desde el cielo cae un foco que casi golpea en la cabeza a Carrey y este comienza a sospechar que algo no anda bien. Christof (Ed Harris) se estremece ante la posibilidad de que el mundo que ha creado se desmorone, padre, por qué me has abandonado, puede haber pensado el endiosado director, al intuir que su simulacro televisivo de la vida real está a punto de derrumbarse y el mundo prometido a las audiencias llega a su fin. Truman comienza a rebelarse y Christof, oportunistamente convertido ahora en Abraham, intenta matarlo.

El director, que ha intentado reemplazar la realidad por un reality, se vuelve loco cuando comienza a divisar no el final de su vida sino, lo que le parece aún peor, el fin de su contrato, si el simulacro se viene abajo. En un diálogo con Truman le dice: “Llevo esperanza, alegría e inspiración a millones de personas”. “¿Quién soy yo?”, pregunta Truman. Responde Christof: “La estrella”. Y le agrega algo que da cuenta de lo más insano de su locura: “No hay más verdad allá afuera que el mundo que creé para ti.”

Nos fascina cuando la TV refleja la realidad y también la ubicuidad de la pantalla, cómo no, con ella estamos en todas partes, pero de tanto estar en tantas partes sin contexto ni profundidad nos desubicamos y cuando, agotados, apagamos la tele -perdónanos padre, no sabemos lo que hacemos- vagamos en un mundo silencioso que nos conecta con lo más profundo de nosotros y en ese silencio que nos dice tantas cosas no sabemos qué preguntarnos, ni qué respondernos. Ycuando volvemos a despertar y nos encontramos con la carta de ajuste nos ilusionamos con encontrar en la pantalla lo que no pudimos comprender en el silencio.

martes, noviembre 02, 2010

La dolce vita: la "segunda liberación"

La noche es fría y hay ráfagas de viento que se esparcen con fuerza por las calles de la ciudad. En una sala de cine, centenares de trajes elegantes pasean por el vestíbulo mientras las joyas se intercambian sonrisas y destellos.

Durante el estreno de "La dolce vita", el 5 de febrero de 1960, Fellini está sentado entre el público, tratando de no adormecerse con la infinidad de perfumes que compiten en silencio. Cuando finaliza la película y se encienden la luces algunas manos dispersas aplauden, pero pronto son enterradas por los abucheos.


Los trajes y los perfumes comienzan a salir de la sala y en el vestíbulo un abrigo de visón se abalanza sobre el director y le grita : "usted tendría que atarse una piedra al cuello y tirarse al mar", mientras un impecable frac negro se acerca y lo escupe en la cara. El tumulto era sólo el preludio de una encarnizada batalla librada en los medios de comunicación, los púlpitos, el parlamento y las calles.

La película transcurre en la Vía Veneto, centro del recién bautizado jet set, frecuentado por escritores, publicistas, hijos de dictadores, trepadores, estrellas sin destino, vendedores de portadas y un periodista demasiado encandilado con los acontecimientos que cubría en la alta sociedad romana. Ellos constituían un ejército ansioso por divertirse de cualquier modo para atenuar el aburrimiento y el vacío.

Iniciada la polémica, algunos parlamentarios trataron de prohibir la película, un jesuita la consideró una crítica necesaria, alguien dijo que era una obra maestra, L'Osservatore Romano la calificó de indecente y desagradable, más aún, obscena y sacrílega, grupos católicos trataron, inútilmente, de que nadie la viera.
Los italianos fueron sacudidos por la historia, intuyendo que los personajes de la pantalla pululaban por el mundo real, el de todos los días. "La Dolce Vita" fue recibida como una acusación moral en una sociedad que había reducido el milagro económico de posguerra a la búsqueda de placeres y objetivos materiales.

Algunos biógrafos del cineasta sostienen que "La dolce vita" era una especie de "segunda liberación" luego de haber logrado liberarse de los nazis. Se trataba de una mirada aguda a un mundo que comenzaba a asumir el futuro a través de liderazgos renovados -el Papa Juan XXIII, Kruschov y Kennedy, entre otros- que enfrentaban nuevos desafíos.

Fellini enfrentó al cinismo y sinceró lo que estaba ocurriendo. Quizá fue precisamente esto lo que indignó a los poderes fácticos de la época. Respondiendo a las críticas manifestó que "La Dolce Vita" no era la Roma visible sino un reflejo del espíritu, "una ciudad interior".

A cincuenta años del estreno mantiene su vigencia la metáfora de escarbar en la ciudad interior, la que bulle por debajo, la que es mejor que asome, para que nos miremos, nos reconozcamos, antes de perdernos en laberintos de superficie y olvidar cuales eran los sueños, por donde iban las ganas.